Desde 1987, época en la cual la Comisión Brundtland relacionó por primera vez el medio ambiente con el desarrollo, ha estado cada vez más de moda encarar la conservación de la biodiversidad desde una perspectiva económica. A comienzos de los años 1990, el análisis de los efectos sobre la biodiversidad de las políticas económicas, comerciales, financieras y de subsidios era algo relativamente novedoso: “La economía [es lo que cuenta], estúpido” se convirtió en el eslogan de algunos científicos y ONG conservacionistas. Las organizaciones para la conservación que decidían incluir economistas en su personal eran consideradas muy previsoras. La comunidad de defensores de la biodiversidad esperaba que, gracias a la visión de los economistas, lograría influir sobre las políticas económicas y los planes de incentivos y adaptarlos a las necesidades de la conservación.

El término “servicios ambientales”, tan popular ahora, refleja sin duda la ambición de integrar la conservación de la biodiversidad en las políticas de desarrollo clásicas. Los autores de la Evaluación de Ecosistemas del Milenio realizada por la ONU lo popularizaron con el objetivo de incorporar las conclusiones de su estudio a la multitud de programas y políticas que se estaban formulando para cumplir con los Objetivos de Desarrollo del Milenio. La idea era, sin duda, que un enfoque utilitario tendría más posibilidades de convencer a los responsables de dichas políticas de lo importante que era conservar la biodiversidad. No obstante, cabe señalar que muchos pueblos indígenas y movimientos sociales no están totalmente de acuerdo con el término “servicios ambientales” porque consideran que refleja una visión utilitaria de la biodiversidad, sin tener en cuenta su valor intrínseco y su carácter holístico.
Sin embargo, la comunidad conservacionista subestimó la influencia de los economistas. En lugar de adaptar la economía al imperativo de conservar la biodiversidad del planeta, se tiende cada vez más a adaptar las políticas de conservación de la biodiversidad a la economía dominante. La justificación económica es muy simple: si se logra transformar la biodiversidad y demás “servicios” ambientales en bienes comerciales, las fuerzas del mercado fomentarán su conservación.

Ahora bien, hacer entrar algo tan holístico como la biodiversidad mundial en el marco estructurado y relativamente rígido del mercado iba a ser difícil (por no decir moralmente dudoso). Para volverse comercial, el “producto” debe ser:
•    transformado en un objeto o entidad jurídicamente definidos que puedan ser comercializados;
•    privatizado, es decir pasar a tener un propietario específico que posea el derecho legal de venderlo, y
•    vendido, lo cual significa que tiene que haber un comprador dispuesto a pagar para convertirse en su nuevo propietario.

En el caso de la biodiversidad, estos tres pasos plantean numerosos dilemas éticos y técnicos, y conviene subrayar que no son puramente teóricos. Paraguay, por ejemplo, después de aprobar una ley para el “Pago de Servicios Ambientales” (PSA), se enfrenta ahora al problema complejo de desarrollar una reglamentación adecuada para aplicar los principios de dicha ley. Como primer paso, se ha encomendado al Ministerio del Medio Ambiente del Paraguay la formidable tarea de fijar un valor de mercado apropiado a todos los “servicios ambientales” que proveen los ecosistemas paraguayos.

En la mayoría de los enfoques de la conservación basados en el mercado ha resultado enormemente difícil separar y considerar como artículos comerciales los diversos componentes de los ecosistemas. Los ecosistemas son complejos e interactivos, y la mayoría de sus valores son parte integrante del ecosistema en su conjunto. Incluso el secuestro de carbono que realizan los bosques es variable, no permanente y no siempre fácil de medir. El ecoturismo, también considerado como un mecanismo de mercado puesto que comercializa los valores del paisaje, ha destruido a menudo los lugares visitados por los turistas.

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