Por: Andrés Gómez O.
A pocos días de dar inicio a la Conferencia de las Partes número 26 (COP 26), que tendrá lugar en Glasgow, Escocia, son más los grupos científicos, estamentos internacionales y organizaciones sociales que se suman al llamado urgente a dejar la mayor parte del carbón, petróleo y gas enterrados, para lograr cumplir el objetivo del Acuerdo de París (COP 21) de no superar el aumento de 1,5oC de temperatura media global. A la alerta roja que lanzó el último informe del IPCC al constatar que la quema de combustibles fósiles es responsable del 86 % de las emisiones de la última década, y al detallado artículo de Nature que advierte que la mayoría de las reservas fósiles deben permanecer en el subsuelo (mirar mi columna anterior), se añaden los de la Agencia Internacional de Energía (IEA) y el Programa de Desarrollo de Naciones Unidas (UNDP).
La IEA, agencia que nace con la crisis del petróleo de 1972 para asegurar el suministro de hidrocarburos de los países de la OCDE, publicó a mediados de mes su “World Energy Outlook”, la fuente de análisis y proyecciones más consultada del mundo energético; allí indica que no superar los 1,5 ° C solo es posible “sin exploración de combustibles fósiles” y “sin nuevos campos de petróleo y gas natural (…) más allá de los que ya han sido aprobados para el desarrollo”. Naciones Unidas, en conjunto con el Instituto Ambiental de Estocolmo y otras prestigiosas organizaciones, lanzó la semana pasada su último “Informe sobre la brecha de producción” donde evidencia que se planea extraer más del doble de fósiles a 2030 (240% más de carbón, 57% más de petróleo y 71% más de gas), de lo que sería consistente para no sobrepasar los 1,5 °C.
La suspensión de la exploración de hidrocarburos en Colombia, que incluiría la prohibición de la explotación de no convencionales y el fracking, sería iniciar el camino de una disminución gestionada de nuestra dependencia actual de las fósiles; se trataría de un ejercicio de planeación efectiva que, en un plazo de 15 años, logre superar los desajustes económicos y sociales que se pudieran generar. No sería una interrupción inmediata de la explotación de petróleo y gas: se utilizarían las actuales reservas (1.816 millones de barriles y 2.949 giga pies cúbicos de gas), más un moderado aumento del factor de recobro, y lo que resultaría en reservas de los contratos firmados hasta hoy, para la carga de las refinerías (360.000 barriles diarios). Así se garantizaría la producción de los combustibles y derivados necesarios en el país en el período planeado, que necesariamente deberán tender a la baja.
Es claro que Ecopetrol, mayoritariamente de propiedad estatal, es el jugador más importante del panorama petrolero nacional, el principal aportante fiscal del sector, y como es natural, el puntal de la ejecución de lo que sería un riguroso plan que implicaría su completa transformación, en aras de su supervivencia. Según la ANH, el país, en el segundo trimestre de 2021, extrajo 714.374,3 bpd (petróleo) y 1821,08 Mpcd (gas); de esta cifra, Ecopetrol aportó el 63% del petróleo y el 84,58% del gas, y según la misma entidad, posee el 75% de las reservas. Con 15 años más de aportes de Ecopetrol, la cancelación de los beneficios tributarios al sector minero y petrolero (según el investigador Álvaro Pardo, 5 billones anuales), y la de los subsidios estatales (de acuerdo al “Energy Policy Tracker” alrededor de 1.110 millones de dólares en 2020), además de los flujos económicos internacionales que deberán saldar parte de la deuda ecológica y climática del Norte global, se garantizarían los recursos para esta urgente transformación.
Políticas de este tipo, soportadas en la realidad científica, plantean una ruptura con las evidentemente fracasadas del establecimiento global, que intentarán ganar más fuerza en la COP de Glasgow auspiciadas por la industria petrolera: impuestos y mercados de carbono, o engaños como el del “cero neto”. Abordar restricciones del lado de la oferta implica fundar un nuevo modelo energético orientado a la preservación de la vida, que entienda la energía como bien común, de acceso universal y base de construcción de los proyectos de vida de los diversos territorios del país: una profunda transformación cultural. Para mencionar uno solo de los amplios aspectos en juego, disminuir la oferta de petróleo y gas necesariamente implicaría la transformación del sector de mayor consumo (transporte), que usa el 41% de la energía total, 91% proveniente de combustibles fósiles (gasolina y ACPM). Un país conectado por trenes eléctricos, que estimule las cadenas de consumo local, con nuevas fuentes de empleo relacionadas con la acción climática, en el que la restricción al automóvil particular fortalezca robustos esquemas públicos que devuelvan a las caóticas y contaminadas ciudades de hoy espacio para quebradas, caminos, ciclorrutas y alamedas, es a lo peor que nos arriesgamos; ¿No será que vale la pena?