Por: Álvaro Acevedo *
Una de las lecciones de fondo de la pandemia, quizás oculta para muchos, es que el país no está preparado para enfrentar una crisis alimentaria sin el mercado internacional de alimentos.El fortalecimiento de la agricultura familiar debe ser uno de los cambios que genere esta emergencia: un asunto tan justo como vital.
Un tuit del diario La República de inicios de mayo, en plena crisis por la pandemia, reproduce una afirmación del ministro de Agricultura, Rodolfo Enrique Zea, según la cual “tenemos que usar mejor nuestros suelos. Esos monocultivos de los pequeños agricultores han puesto en riesgo la seguridad alimentaria”.
Se trata de cuatro puntos centrales:
Desconocer la esencia de la agricultura familiar
“Dígame usted si conoce la molienda, o el azúcar es sólo una bolsa que le compran en la tienda… y cuénteme qué sabe de su tierra, cuénteme qué sabe de su abuela, cuénteme qué sabe del maíz o acaso ha olvidado sus antepasados y su raíz…”. Muy apropiado este trozo de bambuco para nuestro ministro, que parece desconocer por completo quiénes son esos que llama “pequeños productores” y a quienes tilda de ser los promotores de los monocultivos y una amenaza para la seguridad alimentaria.
Por si acaso, los monocultivos son extensiones considerables de un solo cultivo y resulta que estos agricultores pequeños no son poseedores de las áreas de las que tratan los monocultivos que menciona el ministro. Esos monocultivos están en el Valle del Cauca, la altillanura y en regiones como el Catatumbo o los Montes de María, donde concentran propiedades las multinacionales de acá y de afuera, dedicadas a arrebatarles la tierra a quienes la tienen, para explotarla con commodities para el mercado global.
Un estudio de International Land Coalition (Observatorio Land Matrix) reporta casi 600.000 hectáreas vinculadas en 60 casos recientes de grandes transacciones de tierras. Esos son monocultivos. Nuestros campesinos no alcanzan a tener siquiera una Unidad Agrícola Familia (UAF), que dedican a sus cultivos de pancoger y algunos productos que les generen renta en los mercados locales.
Entonces quienes ponen en riesgo la seguridad alimentaria, como el ministro la llama, son los grandes productores de monocultivos que no producen comida y desplazan a los campesinos de sus tierras, desactivándolos de la producción de alimentos para los colombianos.
En favor de los grandes
Con esta falta de estímulo a la producción nacional crecen entonces con libre albedrío las importaciones de alimentos. Este año serán cerca de 15 millones de toneladas de comida que se podrían tener si tuviéramos una política de respaldo a la producción alimentaria nacional.
Simultáneamente, una de las más sonadas decisiones del Ministerio de Agricultura fue el Decreto 523 de abril, que en plena pandemia autoriza la eliminación de aranceles para importar maíz amarillo (2’400.000 t), sorgo (24.000 t), soya (600.000 t) y torta de soya (1’500.000 t) para producir alimentos baratos para los explotaciones pecuarias de los grandes. ¿Y la producción nacional en dónde queda? ¿Qué será de esta? ¿Quién la defiende de los feroces TLC firmados con cuanto extranjero ha querido vender productos agropecuarios en Colombia?
Por si fuera poco, pululan por estos días los escándalos de corrupción que involucran a funcionarios del Ministerio por, presuntamente, otorgar millonarios préstamos y subsidios a los grandes productores, cuando estaban dirigidos a mejorar la producción de comida por los campesinos.
Falta de preparación para enfrentar una crisis alimentaria
La FAO recomienda a los gobiernos de todo el mundo que declaren la agricultura como actividad estratégica de interés público. Como resultado de la crisis actual, la humanidad enfrentará incrementos importantes de hambre y pobreza en la región, dice la FAO, por lo que se deben enfocar todos los esfuerzos posibles de las instituciones vinculadas al desarrollo rural para mantener vivos los sistemas alimentarios y atenuar así los efectos ya nefastos de la crisis sanitaria.
La situación alimentaria durante la pandemia en el país demuestra la incapacidad de soportar una crisis sin el mercado internacional. Si las fronteras se cerraran, los colombianos padeceremos hambre inexorablemente, a pesar de nuestros ricos ecosistemas, suelos fértiles, abundantes fuentes de agua y una infinita creatividad y experticia campesina. ¿Tomamos nota de nuestra ceguera y torpeza? ¿Descuidar la producción de alimentos para fomentar políticas que generen divisas en lugar de comida? La sociedad reclama que la comida no sea mercancía, sino un bien de interés público.
Posiciones más sensatas al respecto las hemos encontrado en la Procuraduría para asuntos Ambientales y Agrarios, en diversos llamados que ha hecho al Gobierno. Primero, para el reconocimiento de los derechos de los campesinos según la declaración aprobada por mayoría en la ONU. Segundo, para la protección especial del suelo para fines agropecuarios. Tercero, para que se acojan los lineamientos de la Resolución 464 de diciembre de 2017 para la agricultura campesina, familiar y comunitaria y, más recientemente, para que los agricultores sean protegidos frente a los riesgos asociados al COVID-19 y defiendan la producción de alimentos para la población.
Escuchamos reiteradamente por estos días decir que, tanto el personal médico, como los campesinos, son héroes porque son quienes le ponen el pecho a la situación para que el resto de la sociedad pueda enfrentar la cuarentena y sobrevivir en el intento. Pero, ¿quién cuida de ellos?
Más que aplausos, los campesinos requieren un apoyo decidido de la sociedad porque todos dependemos de su capacidad productiva. No queremos comida chatarra, ni supermercados atiborrados de comida extranjera: queremos mercados locales en ferias campesinas para disponer de un alimento en casa, fresco, saludable y diverso; queremos ser soberanos en la posibilidad de comer lo nuestro, cuidando las tierras y mejorando las condiciones de vida de miles de familias rurales que piden retornar al campo en condiciones dignas de vida.
La agricultura familiar campesina representa una de las principales expresiones de solidaridad y cooperación para enfrentar las crisis. Apostarle a las cualidades de la agricultura familiar significa, entonces, fortalecer los sistemas alimentarios fundados en economías redistributivas y regenerativas.
Significa apoyar agentes económicos socialmente propensos a la solidaridad intra e intergeneracional, generar puestos de trabajo dignificantes, dedicados a la producción de comida en cantidad y diversidad para el abastecimiento del conjunto de la población con alimento saludable.
Significa reducir drásticamente emisiones de efecto invernadero y promover sistemas de producción con mayor capacidad de adaptación a los inexorables cambios del clima. Significa, finalmente, promover formas distintas de alimentarnos a partir de nuestra propia base de recursos, conocimientos y capacidad humana.
Tomado de: El Espectador